Descripción corta: Los sobrevivientes de la mayor desgracia de Venezuela, el deslave de Vargas, tienen que enfrentar en sus memorias lo que un 15 de diciembre la lluvia les arrebató.

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Los recuerdos de lo que una tragedia se llevó

Una gran avenida, de unos cuatro canales, es la alfombra que se despliega para dar la bienvenida a quienes llegan a la urbanización. Algunos visitantes se preparan para ver la dejadez pero nunca imaginarán encontrarse con un escenario que hace recordar, inexorablemente, la mayor tragedia vivida en Venezuela durante el siglo XX.

Las calles están llenas de esqueletos de quintas, casas que un día estuvieron habitadas por personas felices y llenas de vida, edificaciones que han sido testigos de la desidia, de la indiferencia y de la insensibilidad; esas vías están colmadas de maleza, de matorrales que año tras año se han ido enmarañando entre las paredes de los restos de lo que un día fueron mansiones, de lo que un día fueron hogares; gatos siameses se pasean por las veredas, vigilan alrededor cuidadosamente y algunos hurgan entre la basura buscando qué comer; los loros se escuchan chillar desde lo alto de los chaguaramos, esos que un día fueron arrebatados de raíz pero que volvieron a crecer; y los habitantes, algunos lugareños y otros invasores, se han resignado poco a poco a la falta de atención.

No es el pueblo de Ortiz, ese que describe Miguel Otero Silva lleno de casas muertas, el que en una época, lleno de vida, fue la capital de Guárico. Tampoco es la Comala de Juan Rulfo, a la que Pedro Páramo fue en búsqueda de su padre y que encontró deshabitada y llena de fantasmas. Este lugar está mucho más cerca, es vecino de la ciudad de Caracas y no vive en la imaginación de un escritor. Esta urbanización, aunque respira con dificultad, aún vive, pero llena de sollozos y lamentos que hacen evocar, en la mente de quien la visita, imágenes de la tragedia de Vargas. Los Corales, esa urbanización que un día fue albergue de cientos de familias se convirtió en un cementerio de casas, en un montón de recuerdos, en una huella de piedras y en el nuevo hogar de los sobrevivientes de Vargas que decidieron regresar a su sitio de raíz, esas personas que lograron salir ilesas físicamente del deslave pero que, psicológicamente tienen traumas, pues un evento como este deja secuelas importantes, que quizás en 13 años aún no se hayan superado.

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Así quedaron muchas urbanizaciones, luego de la vaguada: enterradas bajo piedras y lodo.

La noche en que la montaña rugió

En una calle tranquila, asfaltada, con árboles frondosos y palmeras a medio crecer vive Felisa, una señora alta, robusta, con cabellos color carbón y unos ojos que evaden otras miradas. Quien pasa por allí verá casas lindas, bien pintadas, con muros altos y limpios y con grama, al frente de las casas, cuidadosamente cortada.

Nadie podría pensar que esta calle se encuentra en la urbanización Los Corales, sin embargo, al caminar por las demás veredas, la gracia y la impresión de tranquilidad y belleza acabarán en cuanto se cuelen en las miradas de los visitantes, los matorrales que cubren las antiguas residencias, las marcas de barro en los frentes y las paredes rotas que son heridas, marcas dejadas por el líquido cristalino que bajó del cielo para desprender la montaña.

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Calle en Los Corales donde está la casa de Felisa. Ella nunca abandonó su hogar. Es la única calle que está cuidada y recuperada.

La casa de Felisa está al final de la vía, en una esquina donde se puede subir a otra calle; los muros de su quinta son de piedras y la reja es de color marrón. La edificación es de dos plantas, al entrar, en la planta inferior, hay un aro de basket carcomido por el salitre y en la planta superior hay una terraza en donde están la piscina y un pequeño jardín donde corretean los perros de la casa.

Allí, al frente de la piscina que un día se llenó de agua de lluvia, Felisa recuerda. Revive en su memoria lo que vio y vivió en diciembre de 1999.

“Estaba lloviendo desde hace más de 15 días, siempre comenzaba después del medio día. Vivo aquí desde hace más de 40 años y el río San Julián siempre ha tenido monte. El 14 de diciembre el río tenía agua y, como era novedad, fuimos a ver. El 15 ya el río traía muchísima agua y a más de uno se lo llevó por curiosear”.

Los Corales es una urbanización rodeada por montañas que son la parte baja de las faldas del cerro El Ávila, esa misma montaña que, colosalmente, protege a Caracas y protegía a parte del estado Vargas. El 15 de diciembre la cantidad de agua de lluvia hizo que en el cerro se desprendieran piedras, troncos y muchísimo barro, lo cual ocasionó el desbordamiento del río San Julián, la inundación, el tapiado y el arrasado de casi toda la colonia.

“Ese día eran las 11 de la noche y mi mamá me llamó, me dijo que el río se estaba desbordando. Tranquilamente le respondí que si pasaba algo me avisara, pero nunca pensé en que ese algo pasaría. A la media hora mi esposo y yo nos acostamos, enseguida se fue la luz. Los postes ya habían sido arrancados por la corriente de agua. Estaba adormecida pero el ruido era ensordecedor y el olor era indescriptible. Busqué a los niños, agarré agua y subimos al techo de la casa. En ese momento ya los tres chaguaramos que tenía al frente mi casa no estaban. El río se los llevó entre sus aguas”.

Las piedras que se desprendieron de la montaña eran inmensas, su tamaño era similar al de un autobús escolar. Algunas, incluso, eran más grandes. Al chocar contra las casas, rompían columnas y hacían que las edificaciones colapsaran. Un edificio en Los Corales perdió toda un ala por las piedras que chocaban contra las bases. La fuerza del agua arrasaba con lo que se interpusiera en su camino para unirse con el mar: carros, casas, personas, animales, árboles, no importa qué o quién era, si estaba allí con seguridad sería arrastrado.

“En el techo había un tanque vacío, mi esposo lo volteó y metimos a los niños. Funcionó de resguardo contra la lluvia. Pasamos la noche en vela, rezando y viendo… cosas. Un carro venía empujado por la fuerza del río, el señor que iba adentro logró salirse, brincó entre las aguas y, como pudo, salió. Nuestros carros, flotaban ante nuestros ojos y los perros ya se estaban ahogando, mi esposo se amarró con un mecate y bajó a rescatarlos. El señor que se salvó pasó la noche con nosotros”.

El señor descrito por Felisa fue afortunado. Muchas familias intentaron escapar ante la inminente crecida del río pero sus esfuerzos fueron en vano, cuando se montaban en el carro y tomaban la vía para salir de la urbanización, el río los alcanzaba, como si se tratara de un gigante, los tomaba con sus brazos de lodo y entre troncos, neveras, paredes y escombros los abrazaba para siempre.

“En la mañana del 16 dejó de llover insólitamente. El sobreviviente que nos acompañaba se fue a sus residencias, unas cuadras más arriba, vivía en el edificio Parque Mar. Mi mamá y mis hermanos se llevaron a los niños y mi esposo y yo nos quedamos. Cuando bajamos vimos las enormes piedras, allí entendí que el ruido ensordecedor era producto de las piedras y de todo lo que el agua arrastró. El primer piso de nuestra casa quedó completamente tapiado, esa parte la hicimos inutilizable y para poder entrar y salir pusimos una escalera hasta el segundo piso. Mi esposo no quería irse de ahí, hemos luchado mucho para abandonar lo que nos pertenece”.

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Hijo de la señora Felisa dos meses después de la tragedia. En la foto puede verse el tamaño de las piedras que bajaron de la montaña. El balcón que se ve atrás es el segundo piso de una casa en la calle donde vive la señora Felisa.

Con el cesar de la lluvia se despejó el cielo y el sol brillaba inclemente. Un nuevo amanecer daba paso a la esperanza, pero ese sentimiento se desvanecía cuando las personas se daban cuenta de que caminaban por los techos de las casas. El barro tapió unos 30 metros. El alud de barro y piedras rellenó las calles, desde el suelo hasta las plantas superiores, incluso llegó a los pisos 2 y 3 de varios edificios.

Comenzaron a elaborarse las listas de desaparecidos y los sobrevivientes esperaban por ayuda y rescate. Años más tarde se darían cuenta de que ser sobreviviente significa vivir con un temor constante, con una mente cargada de recuerdos y con miedo al agua en forma de gotas que se precipita desde el cielo.

“Menos mal en mi casa no pasó más. No la perdí, pero me quedó el trauma. Cada vez que llueve, donde quiera que esté, me pongo paranoica, siempre pienso en algún sitio seguro para resguardarme. Aunque viva en otro lugar, el trauma lo llevo adentro”.

Magali Solórzano, psicóloga clínica, explica que luego de pasar por un evento como la tragedia de Vargas, al momento de recordar, se generará un estado de angustia o ansiedad. “La persona sufrirácrisis de pánico, lo cual tiene síntomas psicológicos, conductuales y orgánicos”, señala Solórzano.

Y el río reclamó su territorio

La catástrofe que afectó al Litoral Central de Venezuela los días 14, 15 y 16 de diciembre de 1999 ha sido la peor en la historia del país. Según Andressen y Pulwarty, quienes analizaron las lluvias causantes de la tragedia de Vargas, las piedras, troncos y barro provenientes de las serranías de El Ávila, arrasaron con 807 hectáreas de zonas urbanizadas ubicadas a lo largo de una faja de 50 kilómetros de longitud.

En un estado cuya extensión es de 1.496 km2 y con un total de habitantes, para el año, de 346.780, aproximadamente 26 mil casas fueron destruidas y otras 100 mil fueron dañadas.

Según cifras estimadas por la Organización Panamericana de la Salud las pérdidas de vidas humanas oscilan entre las 15 mil y las 30 mil personas. Sin embargo, otras estimaciones elevan la cifra a 50 mil. El cálculo se hace difícil, pues muchos cuerpos quedaron sepultados en el lodo o fueron arrastrados hacia el mar.

Una de esas 100 mil casas dañadas fue la de la señora Odalis De Quintana. Con la piel arada por las arrugas y con una amabilidad inigualable, evoca el día en que abandonó su casa para siempre.

Su nieto, quien tiene 13 años, estaba entonces en la barriga de su mamá, la nuera de Odalis. “Como mi nuera estaba embarazada pensamos en salir de la casa, porque si se inundaba todos podíamos correr y saltar el muro, pero ella no. Ya tenía 8 meses de gestación”, recuerda Odalis.

El Rincón es un pueblo del estado Vargas ubicado en Maiquetía. Está rodeado por dos ríos: Piedra Azul y Quebrada Seca. “Yo siempre he vivido en Vargas y nunca había visto a Quebrada Seca con agua. Bueno, por eso se llama así, pero en la madrugada del 15 llovió fortísimo y fue tanto que ese riachuelo se convirtió en un animal. Yo le decía a mi esposo y a mi hijo que nos fuéramos, pero no me hacían caso”.

Al frente de la casa de Odalis había una calle con casas alineadas, así como la de ella, allí veía correr a sus vecinos, unos estaban agitados y otros, tranquilamente aprovechaban la lluvia para lavar los frentes de las casas. “Como era época decembrina las personas limpiaban las paredes de las casas. Yo estaba angustiada y llevé a mi esposo a ver el río. Ya estaba llegando a la altura del puente. Cuando lo vio me dijo: ´Tienes razón, tenemos que irnos´. Inmediatamente sacamos el carro y salimos de allí”.

El negocio de Odalis y su esposo era una pequeña fábrica de confección que tenían en su casa en El Rincón. Allí cortaban patrones y piezas y los llevaban a otros lugares para que los cosieran. La hermana de Odalis la esperaba en su apartamento, cerca de Catia la Mar, para darle refugio.

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La señora Odalis y su salvador: su nieto, quien estaba en la barriga de su nuera durante la vaguada y por quien salieron a tiempo de El Rincón.

“Mi hijo se devolvió. Se le había quedado la cartera. Como se tardaba tanto fui a buscarlo y cuando lo vi, el agua le llegaba casi a la altura de las rodillas, se agarraba de las rejas para que la corriente no se lo llevara. Esa agua era caliente y olía a azufre. Cuando salió de ahí tenía las piernas arañadas, como si un gato lo hubiera rasguñado”.

Odalis y su familia lograron salir a tiempo. Cuando regresó, a los cinco días, no reconocía el camino. Todo estaba tapiado por piedras y barro. “Las piedras eran tan grandes que mi esposo le hacía ´pata de gallina´ a mi hijo para que pudiera subirlas”. Cuando llegó a la urbanización su casa estaba completamente tapiada, las de sus vecinos, esas cuyas paredes lavaban frenéticamente, ya no existían. “Por donde estaban esas casas, ahora pasaba un río de agua clarita, el mismo que antes traía aguas negras y que olía hediondo, ahora llevaba agua cristalina. El río ocupó su cauce natural”.

Para Solórzano, una de las consecuencias de desastres naturales de esta envergadura es la ausencia laboral. Las personas pueden tener miedo, incluso, a salir de sus casas. Odalis se negó a trabajar de nuevo, el contacto con la costura le recuerda a lo vivido en aquellos días. “Mi esposo comenzó de nuevo con el taller de costura, yo no quise saber más de eso”, dice Odalis.

Asimismo Odalis no quiso regresar nunca más a El Rincón. “Muchas personas limpiaron las casas y regresaron a vivir ahí. Yo no quiero volver allá, prefiero vivir hacia acá, hacia Catia la Mar, lejos de ríos y quebradas”.

Según la psicóloga Marám Himiob de Marcano, una experiencia de este tipo puede limitar la vida cotidiana del sujeto. De Marcano afirma: “La crisis de angustia es una oleada súbita de miedo abrumador y desproporcionado en relación con la realidad, es un sentimiento de angustia acompañado de taquicardia, ahogo, sudor, vértigo, dificultad respiratoria y temblor. El sujeto tiende a alejarse del objeto o lugar que causa sus ataques”.

Solórzano advierte que si los pacientes no asisten a terapias para controlar los ataques, podrían sufrir un paro cardíaco como consecuencia de la taquicardia y los demás síntomas, lo cual podría ocasionar la muerte.

1.200 milímetros de agua que cambiaron la geografía

En El Caribe, unos kilómetros después de Los Corales, Félix Ugueta, médico fisiatra, vivía con su esposa en el piso 10 de un edificio. El 15 de diciembre de 1999, salió en dirección a Caracas, sin embargo el barro era tanto que no pudo pasar más allá de Camurí Chico.

“Una montaña de tierra tapaba la vía, por eso me regresé al apartamento y en ese momento comenzó una lluvia continua que iba tomando fuerza a medida que pasaban los minutos. Desde el balcón de mi casa no podía ver hacia abajo por lo tupido de la lluvia. Las calles se comenzaron a inundar y un río de agua marrón arrastraba camionetas, personas, carros y neveras. Una persona que iba en una camioneta se salió y se montó en el techo de la misma. Iba flotando con su vehículo”, cuenta Félix.

Durante la tragedia los servicios básicos no estaban disponibles. Después, la desesperación se adueñó de las personas y buscaban, frenéticamente, comida y agua. No había información y comenzaron los saqueos.

“Al frente de mi edificio había un supermercado, el dueño tenía miedo de que lo saquearan, por eso nos abrió las puertas y nos dejó sacar comida. Me llevé cuatro cajas de botellas de agua pequeñas, un jamón y un queso. En El Caribe estábamos atrapados, luego de aquél desastre la geografía cambió por completo, no reconocíamos nada. Todo era piedras y barro”.

Durante esa semana de diciembre, según Sandy Ulacio, periodista de Versión Final, se registraron cerca de 1.200 milímetros de agua en las precipitaciones, cuando al año el promedio registrado oscilaba entre los 500 y 600 milímetros. Es decir, en una semana, en Vargas, llovió el doble de lo que llueve en un año.

El total de damnificados por estas precipitaciones fue de 94 mil, mientras que hubo más de 130 mil evacuados. La geografía cambió y la Dirección de Geografía y Cartografía de las Fuerzas Armadas, comenzó a crear una nueva cartografía para Vargas.

Félix, afortunadamente no fue damnificado, pero su esposa, Yajaira de Ugueta, quedó con esos recuerdos. Actualmente viven en Mérida y, al comprar propiedades, tienen la precaución de no hacerlo en zonas donde haya ríos. Félix comenta que en estos días hubo unas lluvias en Mérida y que un río se desbordó, su esposa comenzó a gritar pues eso la hace trasladarse 13 años atrás, cuando vieron todo lo que el agua se llevó en Vargas.

Luego de haber estado atrapados por más de 5 días, Félix y su esposa lograron llegar a Caracas. Ahora recuerda que en un campo de golf que estaba frente a su edificio, en El Caribe, llegaban helicópteros llenos de niños, esos pequeños cuyas familias querían salvar y que mandaban primero. Muchos de ellos desaparecieron.

El dolor quedó repujado en la mente

Muchos de los sobrevivientes de la tragedia regresaron a sus casas, como hizo Felisa; otros, se quedaron en Vargas pero lejos de donde fueron testigos de la desgracia, como Odalis; otros decidieron irse al otro lado del país, lejos del mar, ese que un día fue un horizonte infinito que se unía con el cielo, como lo hizo Félix. Todos ellos tienen algo en común: estén donde estén llevarán para siempre la huella imborrable de lo que el lodo arrasó, llevarán tatuado en su mente el dolor de la desgracia y revivirán con cada gota de lluvia la travesía por la que tuvieron que pasar.

Afortunadamente son sobrevivientes, pero deben lidiar con esos recuerdos, con esas angustias que una precipitación trae consigo. Las personas, luego de vivir situaciones como esta, desarrollan crisis de pánico, las cuales deben controlarse. Eso solo se logrará con terapias, para Solórzano la terapia y la duración dependen del caso. Asimismo, los pacientes tendrán diversos síntomas dependiendo de la profundidad de su pánico, para la psicóloga, podrían presentar síntomas conductuales, como escapar de una casa o refugiarse; síntomas psíquicos, como pensamientos de muerte y de temor ante la lluvia; y síntomas orgánicos que van desde vómitos hasta dificultad para respirar.

Solórzano también explica que hay quienes no presentan la crisis de pánico, pero que pueden desarrollar otras consecuencias a causa de estos eventos como depresión, peleas y agresividad.

En la fotografía, la mamá de la señora Felisa dos meses después de la tragedia. Se tomó como referencia para ver el tamaño de los troncos que el agua arrastró desde la montaña. Los Corales.

Para Elia Roca, psicóloga clínica del Hospital Clínico Universitario de Valencia, España, el trastorno de pánico suele favorecer la aparición de otras psicopatologías como depresión mayor, alcoholismo, abuso de fármacos no prescritos para disminuir la ansiedad e incluso agorafobia.

El miedo a la lluvia no se quitará nunca pero sí puede lograrse un control, por ello es importante ofrecer terapias que permitan al paciente, a largo plazo, dominar sus temores.

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Vargas, pueblo querido por todos los caraqueños que van a sus playas a bañarse con las aguas del Mar Caribe, a ti y sobre todo a quienes sobrevivieron a la tragedia, a esas familias que viven cargando con el peso de la ausencia de un familiar, de un hijo, de un amigo que desapareció en la vaguada; a esos héroes anónimos que colaboraron con el rescate; a esos pequeños que quedaron sin familia; a los sobrevivientes que con cada gota de lluvia recuerdan los peores días de sus vidas y a quienes me abrieron las puertas de su casa y recordaron esos días tan duros, solo para ayudarme a entender… ¡Gracias! Mi vida no será la misma.