En un centro comercial del este de Caracas se encuentra Casa Carlos Aguilar. Un jueves cualquiera a golpe de mediodía pareciera que no cabe más nadie allí. Mujeres con papel de aluminio en su cabello, otras en proceso de secado, algunas sentadas por manicure o pedicure abarrotan el lugar. A las afueras del local unos cinco hombres esperan en cola para entrar a hacerse su respectivo corte de cabello.
Carlos Aguilar lo soñó y lo logró, pero en dos décadas de carrera no todo ha sido fama y éxito, también hubo llanto y hambre. Es yaracuyano y su infancia la vivió en la finca de su padre. Él arreaba ganado, pero amaba la moda ¿Quién se iba a imaginar que un muchacho de un pueblo venezolano se convertiría en uno de los mejores maquillistas, diseñadores y asesores de imagen del país? Quizás solo estaba en la mente de una persona… Él mismo.
Dos prendedores de calaveras brillantes forman parte de su look, pero el cabello azul-verdoso no permite que pase desapercibido. Su saco es de raso negro y lo lleva perfectamente entallado encima de una camisa de rayas negras y blancas. En la mano derecha luce varias pulseras, las mismas que están exhibidas en la entrada de Casa Carlos Aguilar.
Para él la imagen lo es todo y día a día usa lo mejor que tiene en su clóset. A veces se viste con ropa llena de lentejuelas y así camina por las calles de El Cafetal, camino a su trabajo.
Del campo a la capital
“¿Tú sabes cuántas veces lloraba? Yo hacía fachadas coloniales para poder comer, también fui asistente de chef y limpié baños y oficinas. Eso sí, siempre tuve mi meta bien clara y estaba dispuesto a pasar por mil charcos si era necesario”.
En su casa familiar no le faltaba la comida, ni tampoco el amor de su padre, pero él decidió salir de su zona de confort para trabajar por lo que siempre quiso lograr. Cuando llegó a Caracas se hacía pasar por estudiante en la Universidad Central de Venezuela para poder tener acceso a la comida. De allí viene su vocación por ayudar a los demás: “No se me olvida cuántas veces sentí hambre. En esos momentos yo siempre me planteaba salir adelante y al hacerlo crear una fundación”.
Instalado en la capital, Carlos comenzó a trabajar en una tienda de vestidos, no sabía nada de maquillaje pero su vocación y compromiso lo hicieron sobresalir. Allí aprendió a ser respetuoso y educado con cualquier persona, por eso no subestima a nadie.
“La vida y la enseñanza de casa me han demostrado que no se debe estimar a nadie por debajo de su valor. A esa tienda un día llegó una clienta muy despeinada. Ella quería asesoría, el dueño de la tienda no la quiso atender y me la dejó a mí. Iba para un matrimonio civil. Resultó ser la hija rebelde de unos millonarios de Altamira a quienes les encantó el trabajo que hice con ella. Luego toda su familia fue a la tienda y les vendí todos los fulares que me quedaban. Enseñé a su abuela a hacer turbantes y me compró toda una bolsa de telas para turbantes. Eso me quedó para el resto de mi vida”.
Hace 20 años no había redes sociales, los mensajes de texto eran un privilegio entre líneas de la misma casa telefónica y la publicidad era un lujo, pero Carlos nació para ser Carlos Aguilar y con una cámara digital se las ingenió para darse a conocer: él tomaba fotos del antes y después de sus clientes, las imprimía y las repartía en las tiendas donde vendían vestidos.
Carlos Aguilar en uno de sus talleres de maquillaje.
El privilegio… Isbelia Coro
Gaby Espino está en una portada de revista, en su maquillaje destaca una sombra rosada. Carlos la ve y comienza a practicar; ensayo y error. No es tan afortunado como las alumnas que tienen la oportunidad de estudiar maquillaje en Casa Carlos Aguilar. Él, al principio, no tuvo maestro, no recibió instrucciones.
Pero el universo conspira, como él mismo afirma y un día se enteró de un curso de maquillaje dictado por Isbelia Coro, maquillista de cine que atendía a Blanca Pérez, esposa de Carlos Andrés Pérez.
En el Sindicato de Radio, Cine y TV, en La Floresta, se dictaba el taller. A él le costó muchísimo reunir el dinero para ingresar, pero lo logró. La modelo era su hermana Lenny y ambos iban sin importarles la decadencia del lugar. Al fin y al cabo estaban adquiriendo conocimientos para conquistar sus sueños.
Muchos años más tarde, Carlos Aguilar afirma que el lenguaje del maquillaje es universal y lo enseña, así como Isbelia hizo con él, a las alumnas de su academia. “No soy egoísta con los conocimientos, yo quiero que aprendan, que pulan las técnicas y que las egresadas vengan a Casa Carlos Aguilar a ver cómo maquillamos a nuestros clientes”.
Su legado: un proyecto de vida
Casa Carlos Aguilar es una empresa familiar y no puede ser de otra forma. El apego por sus hermanos y sobrinos se siente cuando narra su historia. La formación en su hogar debió haber sido constante y eficaz, su padre era Dios para él.
Recuerda el domingo en que se derrumbó, ese día lo llamaron para darle la noticia de la pérdida de su papá. Una mano roza su nariz y se percibe su conmoción, pero sus lentes Swarovsky ocultan lo vidriosos que se ponen sus ojos al recordarlo.
A la semana de la muerte del padre de Carlos, él entendió que las tristezas a veces nos convierten en seres egoístas. “El sábado siguiente yo debía maquillar a una novia. Estaba triste y tenía la posibilidad de excusarme por mi pesar, pero me llené de valor y la atendí. Ese era su gran día”.
Carlos viene de una familia de nueve hermanos y fue la hija de su hermana Lenny, Isabella, quien logró sacarlo de lo que él mismo califica como un atolladero: “Hay que ser menos egoístas. No podemos quedarnos con nuestros dolores porque el mundo sigue girando, la vida continúa y no podemos paralizarnos. Mi sobrina fue mi motivación. Mi proyecto de vida es dejarle un legado a mi futura generación y debo pensar en los hijos de los hijos de mis hermanos”.
Vocación, profesionalismo y compromiso
No hay una palabra que sintetice la esencia de Carlos Aguilar, pero cinco palabras sí lo definen: vocación, respeto, profesionalismo, humildad y compromiso.
Su actitud es la misma en persona o ante una cámara de televisión y ese carisma atrapa y atrae lo bueno. “Tengo mucho por aprender, cuando yo me crea el cuento de ser famoso, ese día muero”.
En sus inicios buscó inspiración en cantantes que comenzaron pobres como Madonna o en famosos en los que nadie creía como Jennifer López. Ahora indaga sobre historias de grandes empresarios porque en eso quiere convertirse. Además de llevar Casa Carlos Aguilar a una labor social.
También trabaja por contruir el país que quiere: “Por mi mente pasa la situación del país, pero echándome a morir no va a hacer que eso mejore. Si salgo a darle la cara a mi trabajo, ahí sí tendré buenos resultados”. En sus planes no está emigrar, por el contrario, quiere crecer más en Venezuela. Sin embargo aconseja a los jóvenes que sí quieren hacerlo.
“A cualquier país que vayan lleguen con positivismo. Si te caes mil veces, te paras mil y una vez. Todo lo que está en tu cabeza lo puedes lograr con sacrificio y trabajo. Si el éxito fuera fácil, todos serían exitosos”.